Escuché el viento entre los cardones, descifré la marca del agua invisible entre las rocas, ví una niebla de polvo formada por el ventarrón. Los arroyos están vacíos, son un lecho de guijarros entre los cuales queda una tierra fina y todavía húmeda. El aire entre los cardones : un sonido agudo, como un llamado de las alturas. Intuyo que hay que detenerse y escucharlo. Mi región, en el Sur de Francia, suele ser barrida por ráfagas locas y descontroladas. El viento de los valles Calchaquíes es diferente. Parece que tiene algo que contar. «El hermanito huayra lo limpia todo» me dicen. «Es el diván de los Amaichas, no necesitamos psicoanalista.»
Bastan con unos días en el pueblo para valorar la existencia en sus aspectos más fundamentales: el místerio único de unas ramitas brotadas a los costados del camino de ripio, una cascada crístalina entre las rocas, el latido de la vida palpable en el silencio de las inmensidades naturales.
Bastan con unos días en el pueblo para valorar la existencia en sus aspectos más fundamentales: el místerio único de unas ramitas brotadas a los costados del camino de ripio, una cascada crístalina entre las rocas, el latido de la vida palpable en el silencio de las inmensidades naturales.
Emprendiendo la excursión al desierto de Tío Punco, nos detenemos unos kilómetros después del pueblo. Bajamos del 4 x4 y subimos de una pequeña loma caminando. Cruje arena debajo de nuestros pies, una arena fina y dorada salpicada por una vegetación escasa, de un verde intenso. La colina no es muy alta y sin embargo desde allí se alcanza una vista panorámica de los alrededores. De un lado, las cumbres calchaquíes y al fondo el Aconquija con su punta nevada culminan a más de 4000 metros, del otro lado las montañas de Quilmes forman otra barrera rocosa. Entre los dos se extiende una llanura inmensa de un ligero color musgo. Éste es el territorio ancestral de los Amaichas, pueblo originario perteneciente a la nación diaguita. Sigo observando de un lado para otro. El verano es la temporada húmeda del valle y fue excepcionalmente lluvioso este año. Nuestro guía queda maravillado de los tonos verdosos del horizonte, y de las vacas que bajaron de los pueblos vecinos para pastar. Yo no puedo dejar de mirar las cimas, el llano interminable allá hacia el Sur. Otra vez el infinito del paisaje argentino me llama, me conmueve.
Mientras sigo con mi contemplación, el resto del grupo ya empieza el descenso. Soy la última en bajar de la ladera. Me voy acercando al auto, noto que los demás están en círculo y fijan el suelo. No llego a percibir sus palabras, algo en la arena de la pista les llamó la atención. Miro por encima del hombro de una compañera. Son unas huellas de Surí, el ñandú andino, un ave de la misma familia que las avestruces, que hoy día está en peligro de extinción. Esta zona es uno de los pocos territorios que les queda. Hace unos años, esta pista era parte del recorrido de la carrera automóvil del Dakar, y desde entonces ellos se asustan con el ruido de cualquier motor. Las marcas en el suelo son recientes e indican la presencia de unos adultos con sus crías. Volvemos a instalarnos en el vehículo, silenciosos. Tengo la sensación de cometer un sacrilegio si pronuncio una palabra. Exploro el paisaje a través de la ventanilla, fascinada.
«¡Están allá! » El grito me saca de mi monólogo interior. No distingo nada en un primer momento. Los surís son aves muy altas, pero su color se mimetiza con el entorno. Mis ojos se van acostumbrando a los diferentes matices de la tierra, de la vegetación y de los minerales. Aparecen a lo lejos unos destelllos grises, parpadean, y los veo esconderse detrás de unas colinas. La excitación se apodera de todos. » ¡ Qué suerte es muy excepcional verlos! » Nuestro guía estaciona el vehículo a un costado de la ruta y intentamos acercarnos dela loma detrás de la cual huyeron. Camino sigilosamente pero con una alegría tan grande que temo que los latidos de mi corazón me delaten. Ahí están los tres suris, a unos 200 metros. Soy la segunda en asomar la cabeza detrás de la colina. Ya registraron nuestra presencia, y salen corriendo a una velocidad impresionante, con una mezcla de fuerza y de elegancia. Sus patas potentes los empujan lejos, su cuello largo se balancea y el movimiento ondulado de sus cuerpos agita las plumas grises y blancas de su cola. El tiempo se detiene, yo soy sólo ojos, todo oído, pura contemplación. Se van a refugiar en un algarrobal. Pronto sólo distingo una simple nube de polvo, único testimonio de su paso.
Se me llena el corazón de una profunad paz. Entiendo, intuyo, la presencia sútil de la naturaleza. Honrar la pachamama es una actitud constante de agradecimiento.
Cuando llegamos en el Desierto de Tio Punco, Don Paco, un abuelo de la comunidad, nos recibe en su casa para cenar. Durante aquella noche estrellada, mientras miramos el firmamento y el anciano nos cuenta historias de su tierra, de su juventud, y de sabores culinarios se me llena el corazón de una profunad paz. Entiendo, intuyo, la presencia invisible de la naturaleza, de los elementos que la constituyen. «Honrar la pachamama, no es una religión es una actitud frente a la vida, una actitud constante de agradecimiento», me dijo unos días después una tejedora del pueblo. Y es así, en un lugar como este, donde cada gota de agua es un milagro, cada movimiento de vida una adaptación perpétua a un entorno hostil, no queda más que entregarse y agradecer.
Para saber más sobre los Amaichenos, lean la crónica sobre Yolanda, tejedora en el pueblo.
Fotos: A. Labadie
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