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Chiflados por el carnaval de Buenos Aires

Pequeños y grandes bailan en la murga del Carnaval de Buenos Aires | Foto : A.Labadie

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Desde noviembre ya se vienen escuchando los bombos en los parques y plazas de la capital. Las murgas se preparan para el desfile. Cada fin de semana de febrero, Buenos Aires vive al ritmo del Carnaval. Para mí, esta tradición porteña fue una verdadera sorpresa. Relato.

 

Ya empezó el corso. Mi pecho resuena a cada golpe de tambor. Parece que mi caja torácica se vacía y se agranda cada vez más. Llevo un rato esperando de pie. Las percusiones me sacaron de mi cansancio. El sonido me envuelve toda; me zumban los oídos. Todo mi ser vibra junto con el espectáculo, como si me convirtiera yo también en un enorme tambor. El bombo con platillos es lo que le da toda su fuerza al carnaval porteño.

Cortaron la calle, los vecinos están reunidos para ver desfilar a las murgas, las comparsas de los barrios. Ahora, va entrando la segunda de la noche. Los más jóvenes abren la marcha – el mayor debe tener máximo 10 años  – y avanzan intimidados, con pasitos torpes. Los cantantes ya suben al escenario; los músicos y el resto de los bailarines se quedan abajo, cerca del público. Entre ellos, un hombre lleva un estandarte anunciando el nombre de la murga y su procedencia, mientras algunas mujeres sostienen sombrillas enormes y multicolores. Todos visten el mismo traje blanco, violeta y naranja: un sombrero de copa con plumas, una » levita » y unos pantalones con flequillos. Un señor mayor que parece tener la máxima autoridad en el grupo de bailarines, marca el ritmo con un silbato.

 

 

Carnaval con espuma

Siento que algo frío y húmedo se me pega a la oreja. En medio del alboroto de gente, no entiendo bien lo que pasó. Me doy la vuelta. Una señora muy rubia de unos sesenta años es la autora de la travesura y se ríe a carcajadas. Lleva en la mano un aerosol de espuma, mezcla de agua y jabón, y ahora apunta a sus amigas de la misma edad. En Buenos Aires, nada de «confettis», de papel picado para divertirse. Me resulta extraño, pero acá Carnaval es en verano y la gente necesita refrescarse. Antes de la llegada de la murga, la calle era un verdadero campo de batalla. Los niños se perseguían a gritos, tirándose espuma despiadadamente, apuntando el chorro hacia el cuello o la cara. Ahora la mayoría se quedó quieta del otro lado de las barreras, mirando la actuación. Algunos padres todavía retan a los más traviesos que aprovechan la distracción de los adultos para disparar a desconocidos.

 

 

 

 

El bombo con platillos es lo que le da toda su fuerza al carnaval porteño.

 

Colores, plumas y lentejuelas

El coro empezó con la canción de presentación, celebrando su pasión por el Carnaval. El tema es una versión de una cumbia muy famosa. El ritmo es alegre, el estribillo pegadizo. Yo, como todos los demás, no puedo evitar de hacer palmas y de canturrear. Mi mirada va del escenario a los bailarines. Cuando los miro con más atención, me doy cuenta que los trajes que me parecían idénticos a primera vista son en realidad todos diferentes. La forma, los colores, las lentejuelas son iguales pero en la espalda cada murguero cosió algo importante para él, algo que lo representa. Este delante de mí lleva un escudo del equipo de Boca, áquel una imagen de la Virgen de Luján, patrona de la Argentina. Incluso en una chaqueta llego a distinguir los perfiles de Perón y Evita, símbolo de una agrupación política peronista. En el dorso de algunas mujeres aparecen Hello Kitty, o Betty Boop, en lo de los niños personajes de dibujitos animados. A las «mascotas», los pequeños murgueros, les cuesta seguir bailando, se cansan rápido. Uno de los adultos les toma de las manos para animarles.

 

Los trajes son en realidad todos diferentes. En la espalda cada murguero cose algo importante para él, algo que lo representa.

 

Patadas en el aire

No entiendo muy bien todos los códigos de la fiesta. Me contaron que la música, siempre versiones de temas famosos, sigue un orden preestablecido. Esta murga, como la anterior, interpreta una canción de presentación, otra de crítica (que van cambiando año tras año, y que trata con humor una cuestión social y actual) y termina por una despedida. En algun momento el ritmo parece cambiar para dar lugar a un baile intenso. El volumen de los bombos aumenta, las voces de los cantantes suben o se callan, indicios que los bailarines saben descifrar. Y empiezan los saltos, las patadas en el aire, los brazos revoleando. Los flecos de los pantalones dan un movimiento extraño a los cuerpos de los murgueros. Las lentejuelas lanzan destellos de luz. Todo se transforma en un torbellino de colores blanco, violeta y naranja. Luego se desatan las improvisaciones. Los bailarines más virtuosos deslumbran a los espectadores, rebotan en el suelo, lo tocan con las manos, y luego alzan la mirada al cielo como invocando una fuerza superior.

 

El transe murguero es para mí de lo más sorprendente de Buenos Aires.

 

El transe murguero es, para mí, de lo más sorprendente de Buenos Aires. La primera vez me acuerdo que quedé sola hasta muy tarde para ver todos los grupos programados en la noche. Este año, como los anteriores, quise ir al corso. Los porteños de mi entorno no suelen entender porque tanta fascinación. Tal vez porque desde Europa tenía el cliché de Buenos Aires, ciudad del tango y de la nostalgía, y en Carnaval descubrí un aspecto más antiguo de la ciudad. La tradición encuentra su origen en el período colonial, en los festejos de los esclavos negros de aquella época, más tarde imitados por los imigrantes italianos. Ya los murgueros se despiden, prometen volver para el año que viene. Se van alejando hacia en el autobus escolar, que los llevará de escenario en escenario durante el resto de la noche. Los niños van retomando el lugar y la batalla de espuma sigue igual que antes. Yo también estoy dejando el recinto. El Carnaval me acompaña todavía. Mis pies siguen el compás de unos bombos imaginarios y voy cantando una cumbia, casi sin darme cuenta.

 

Fotos : A. Labadie

 

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