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José, baqueano de la Patagonia

Hice una cabalgata con José por la estepa de la Patagonia | Foto: Mate & Colibrí

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José Millar es de estas personas que llevan en el rostro la historia de su tierra. Los años por su Patagonia natal han moldeado en su cara unas arrugas profundas, de tal forma que es difícil imaginarlo sin ellas. Sentado al lado de la ventana de la cocina, me espera para salir a cabalgar. Agarra la pava sobre la estufa y se va cebando el mate mientras sigue vigilando afuera. Se queda un rato con el mate en la mano, pensativo, ligeramente encorvado y con las piernas cruzadas, hasta que un ruido lo devuelve a la realidad. ¡Otra vez los chivitos están armando lío! Ya han saltado la tranquera. Son guachos, es decir criados a mamadera, por eso nunca se alejan de la casa.

Desde la entrada de la cocina, en contraluz, se ve la plástica de su rostro, la profundidad de las arrugas. El mate en la mano, la pava en la estufa, las alpargatas en los pies, la mirada perdida y esta luz tan especial entrando por la única ventana. Eso sería una hermosa foto, un hermoso retrato del hombre de la Estepa. Pero no vine acá a buscar fotos. Vine a cabalgar por la Patagonia. No voy a sacar la cámara, simplemente sonrío. Paso el umbral y me siento en frente de él. Me ceba un mate y lo agarro en silencio. Escucho lo que tiene que contarme.

José es un baqueano de toda la vida, nacido acá mismo. Fue criado junto a sus abuelos, que venían de Chile y que se instalaron en estas mismas tierras unos cien años atrás. Por eso, y también por que nació el 18 de septiembre, acá todos le dicen «el Chileno». Nos criamos en contextos tan diferentes pero me siento extrañamente cercana a él. A pesar de la edad, la distancia, la cultura tenemos muchos más puntos en común que lo que parece. Tal vez me recuerda a mi padre. Tal vez todos los hombres de campo sean así. Las mismas manos callosas, la misma fuerza ante el dolor físico. Esta misma obstinación que permite a José subirse a un caballo con varias hernias de disco o a Sylvain calzar unas botas con un pie fracturado. Acá en la estepa de la Patagonia, como en la garriga del Sur de Francia, no hay tiempo para la autocompasión, el descanso no puede existir.

Aventura por la estepa

Después del último mate, José ensilla los caballos y salimos para un paseo de dos horas. Con más liviandad que lo que imaginaba, me subo al viejo alazán que preparó para mí. Lo suele montar su nieta de 8 años y es tan mansito que roza la pereza. A veces detiene el paso y tengo que empujarlo un poco, a talonazos y riendazos. Unas horas antes, yo era la única muchacha bajando de un colectivo polvoriento en medio de la ruta 23. » Ya llegamos al puente»  me había dicho mi vecino, un paisano grandote que parecía dormitar pero que alzó la vista para avisarme. Se acomodó la boina levantándola con el pulgar y se corrió para dejarme pasar. Era tan corpulento que tardé unos minutos en poder acceder al pasillo. » Pichi Leufú » gritaba el colectivero mientras abría la puerta. Eché una mirada afuera y no veía un pueblo tal y como lo esperaba. » ¿Vas a trabajar a la escuela? » me preguntó el ayudante, realmente preocupado de dejarme sola en medio de la nada. Era la única explicación posible a la presencia de esta chica extranjera con vincha y zapatos de trekking. Pero yo no veía rastro de una escuela. Sólo estepa y más estepa por doquier. » Allá hay un señor con unos caballos » me informó. Allí estaba José. Me esperaba con el bayo y el alazán del otro lado de la ruta.

Mi caballo no demostró mucha voluntad en el trayecto desde la ruta hasta la casa pero ahora que salimos después de la siesta parece más entusiasmado, casi camino a la par de mi guía. Bajamos una pequeña loma y distingo una casa a la vera de un arroyo. Los sauces plantados por los abuelos de José en las orillas dibujan un extraño hilo verde en el paisaje amarillo. Ahora entiendo las prisas del alazán. Ahí abajo vive Guido, el hermano de José. Él ya está en la tranquera cuando llegamos. Bajo sola del caballo con un salto tan ligero que a José le suelta una carcajada. Guido nos va calentando el agua para el mate mientras nos sentamos en la galería junto a su hija y a los niños. Todo es sorprendentemente natural. La casa es más antigua y se nota fresquita. Al fondo hay una tele prendida y se escucha un reggaeton. Guido se queda en el marco de la puerta para seguir cebando con la pava desde la cocina. Sus gestos son más pausados que los de su hermano. Las paredes de la fachada son celestes como el mate de plástico y la puerta es verde como el pullover de Guido. Él tiene el mismo rostro curtido que su hermano, la boina de lana negra en la cabeza, el enorme facón en la espalda. Otra hermosa foto sería ésa. Pero me quedo quieta. No vine acá a buscar fotos, vine a conocer la gente del campo. Vine a escuchar lo que tienen que contarme.

La historia de los hermanos Millar

Guido siempre estuvo acá cuidando del ganado mientras José al casarse se fue a ganarse la vida a la ciudad. Vivió en Bariloche y trabajó años en una pizzeria. De niños habrán hecho alguna que otra travesura, ayudando en la pequeña fábrica de ladrillo que tenía acá mismo el abuelo. Con el mate en mano la charla se alarga fácilmente. Ellos me hablan del rebaño que tenían «antes de las cenizas «. Antes de que este volcán chileno entrara en erupción hace 11 años y que la lluvia de cenizas traída por el viento matara a la totalidad del ganado. Incluso semanas después. Al principio los animales se asfixiaban, pero los meses siguientes fueron un desastre también, por que pastando seguían absorbiendo cenizas. Se murieron las 300 ovejas y sólo lograron salvar dos vacas dándole… coca cola para evitar la obstrucción de su sistema digestivo. Yo les hablo de mi tierra, del viñedo de mi familia. Ellos se sorprenden que la lavanda y el tomillo crezcan silvestres por el monte y de mi infancia de jinete con los caballos de mi padre, un estilo de equitación muy formal para los criterios de los gauchos, inglesa como la llaman ellos.

Me subo de vuelta al alazán. Su paso es menos entusiasta cuando se da cuenta que no volvemos a casa y continuamos a lo largo del arroyo. Llegamos después a un río más grande, donde desemboca el arroyo. El valle va creando unas extrañas formaciones rocosas, tan lindas que esta vez sí, le pido a José un momento para sacar una foto. Todo está tan tranquilo en este final de la tarde. Todo es tan inmenso… Me siento como en una película del Oeste. Lo veo a José de espalda, alejándose en su caballo. Se arquea hacia adelante y no comprendo muy bien lo que está haciendo. Al ver el hilo de humo, entiendo que se armó un cigarrillo. Lo tiene en la mano derecha, entre el pulgar y el índice. Va fumando lo último que queda del pucho en la comisura de los labios, girando ligeramente la cabeza, entrecerrando los ojos, como para disfrutarlo mejor.

El agua del río es realmente cristalina, corre alegre entre las rocas y los sauces de la orilla. Se escucha un relincho a lo lejos. El alazán mueve las orejas, intrigado. La tropilla de José vino a descansar cerca del agua. No me dí cuenta que en lo que llevamos de cabalgata nunca salimos de las 1000 hectáreas que le pertenecen. El semental que llamaba se acercó y pronto distingo una yegua detrás de los sauces. Quedo atenta a la reacción del alazán pero todos se quedan quietos. Sale ahora un zaino y algún potro también. Todos están en semi-libertad, bebiendo al río cuando lo necesitan y pastando por donde quieran. Hasta los 3 años quedan sin amansar, ariscos, como dicen acá.
Pensaba que estas cosas sólo existían en mis sueños de niña. Los de esta adolescente que tenía las paredes de su habitación tapizadas con pósteres de equitación, cuando otros lucen los de los cantantes de moda. Ahora después de quince años sin montar a caballo, a punto de cumplir 35 años, estoy viviendo eso que sólo existía en mi imaginación,  siguiendo un señor con la boina de gaucho, fumando el resto de su pucho con la comisura de los labios. Desde que leí el último capitulo de «the Black Stallion» había abandonado toda esperanza de encontrar un lugar así. Pero en la Patagonia es una realidad.

Mi cumpleaños en la Patagonia

Sólo pasé 24h con José pero me parece que fueron mucho más. Cuando vuelvo a la cocina después de bañarme lo encuentro en el mismo lugar que antes. Con la boina, las alpargatas y el mate en la mano. Esta misma mirada pensativa. Prendió la estufa y puso la pava a calentar. Pero otra vez los chivitos… ahora saltaron el alambrado y se metieron por la huerta. Le veo pegar un salto y salir para espantarles. No sabe porque aceptó cuidárselos a esta prima suya. ¡Ya le hicieron un desastre por la huerta! A la noche le propuse cocinarle un plato francés. Y mientras voy cortando las verduras de la ratatouille y vemos la retransmisión del festival de Jesús María por la tele, me sigue contando sus cosas. Como su nietita le ablanda el corazón, él le va enseñando a manejar el lazo, estas cosas normalmente reservadas a los varones, que nunca le enseñó a su propia hija. A su nieto, ya a los 5 años lo subían al bayo y lo mandaban a casa del tío Guido. Iba solo, con interdicción estricta de bajarse del caballo si no encontraba a nadie, por que era tan chiquito que no podía volver a subirse… Celebré mis 35 años ahí con él, mientras por la pantalla Rally Barrionuevo empezaba un dúo con la Sole. Comimos la ratatouille, con unos bifes de novillo carneados unos días antes porque – lo entendí después – sólo verdura no es una verdadera comida para un gaucho. Fue un cumple fuera de lo común, de los más inimaginables que viví.

Mientras preparo mi mochila, desde la habitación, se escucha un motor en la puerta. Llegaron su hija con los nietos. Mateo, que ahora tiene 10 años, ya va corriendo a inspeccionar los tomates cherry en el invernadero. La hermanita viene a jugar con los cachorritos de la perra border collie. Una sonrisa ilumina sus ojos negros cuando me dice que se van a llevar uno para su casa. José parece feliz de este alegre quilombo. Yo cierro la mochila, y me la arrimo al hombro. Me da pena tener que marcharme. Me hubiera quedado como una nietita más a jugar con Iara y los perritos.

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Para hacer cabalgatas con José

Cultura Rural Patagonia

Agencia de turismo comunitario, vivencias en comunidades rurales por los alrededores de Bariloche (Río Negro)

culturaruralpatagonica@gmail.com
Tel: (+54) 9 294 463 9590

José Millar – Establecimiento el triunfo

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