«Vendo sandwichitos de miga fresquitooos!»
Una presencia humana cercana me saca de mi contemplación.
«No, te agradezco»
Contestan dos amigas cincuentonas que recién se instalaron en el pasto frente a mí. Sentadas en dos reposeras, toman el sol en bikini mientras van charlando de hijos, ex-maridos y cumpleaños según lo que llego a percibir de su conversación.
El parque es vida, es vida de la gente también.
Los que llevan su perro de la correa, impacientes y nerviosos, o los que, al contrario, comparten un momento de diversión con él.
«Rafa Vamos!»
El perrito va corriendo como un loco, jugueteando con otro mucho más grande, sin hacerle caso a su amo. Se nota que está disfrutando esta libertad : si fuera humano, se le vería una sonrisa de oreja a oreja. Sigue persiguiendo al otro pero de vez en cuando lanza una mirada rápida a su dueño, como una súplica :» Un poquito más por favor «. Nuevo llamado y esta vez los ojos dicen : » Ya voy, ya voy! Doy una vueltita más «. Nada se puede hacer en contra del entusiasmo canino. El juego es lo primero y el hombre tendrá que ser paciente. Unas niñas gritan y tocan el caniche de una señora mayor, que, a raíz de esto, entabla una larga conversación con la madre – imagino no se conocían de nada – Mientras tanto una de las chiquitas, más atrevida que la otra, se rie y da volteretas con el animal.
Después de un largo rato de lectura, me doy cuenta que algo cambió. El parque ya no parece tan grande : hay más gente a mi alrededor. Allá al fondo, hay clases de tai-chi. El profesor es asiático, mayor que todos sus alumnos pero menos arrugado que ellos. Una familia instaló una manta: la mujer se sentó con su bebé y mira a su marido y a su otro hijo jugar a la pelota. Hay una pareja de enamorados, algún solitario como yo tumbado en el pasto para leer o estudiar, y a lo lejos un grupo de jovenes con pantalones indios de colores llamativos haciendo malabares y acrobacias. Las dos amigas en frente ya comparten unas galletitas y sacaron el maté.
Lamento no haber traido el mío esta vez. Empiezo a sentir el hambre también, o más bién son ganas de algo dulce, de una golosina.
La magia del parque hace que llegará a mí, si tengo la paciencia necesaria. Ya me ofrecieron sandwiches de miga, pasó una chica en bici con pan de queso, y incluso me quisieron vender unos libros de yoga. Antes, mi mente europea, poco acostumbrada a estas cosas informales, desconfiaba. Me resultaba raro ver esta gente transportando pastelitos caseros en una caja de plástico, una cesta, o una nevera de cámping encima de un carrito, lo que fuera.
Giro la cabeza y ya lo veo. El chico tendrá unos 20 años, está hablando con la familia a mi lado, y lleva un cesto sobre el pecho. Un cartel indica: BROWNIE 15 $. Me apresuro en levantar el brazo para llamar su atención. ¡ No quiero que no se me escape! Lo recibo con una gran sonrisa. Mientras me entrega el preciado pastelito, una muchacha aparece de la nada. » Te compro uno «dice entusiasmada, con la respiración agitada por haber corrido. » Son caseros, están ricos » parece justificarse el chico. Es tímido pero sus ojos delatan su sorpresa: los compradores llegan a él sin que tenga que hacer nada. Voy quitando el envase del brownie y lo sigo un rato más con la mirada. Será un buen día para él: esta mañana es el primero que vende postre. Degusto el chocolate con el esmero y la dedicación que se merece. En este contexto, sabe mejor que nunca: era exactamente lo que necesitaba y llegó providencialmente. Cuando lo termine, empezaré a empacar mis cosas sin prisas, saboreando el dejo del azucar en la boca, el crujiente del maní y el aroma del cacao.
Saldré del parque, radiante, empapada de la luz del sol y de la energía de la naturaleza. Una naturaleza tal vez diminuta, tal vez artificial pero que no deja de ser la esencia misma de la vida. Saldré conectada conmigo misma y con esta tierra argentina que elegí y me recibe. Saldré armoniosa, sintiéndome parte de ella aunque mis raíces esten lejos. Saldré agradecida y lista para lidiar con el mundo de la ciudad.
Facebook Comments