Para mí, Buenos Aires sabe a boldo. Sabe a esta planta que tengo en una maceta desde hace meses y que crece de la forma más rápida posible. Basta con una simple caricia en sus hojas para que suelte su fuerte aroma. Cada vez que la toco me siento transportada hasta aquella noche de 2014, hace exactamente 4 años, cuando conocí por primera vez a ambos, a Buenos Aires y al boldo.
Era casí medianoche cuando aterrizé en Ezeiza. Llegaba más tarde que lo previsto. Horas antes en Río de Janeiro, había perdido el vuelo de la mañana, por confiar ciegamente en los horarios de colectivo de Sudamérica. Después de unos largos minutos de pánico, 50 euros de multa y una escala inesperada en Porto Alegre, ya estaba en la capital argentina a punto de recuperar el equipaje. Mi corazón seguía agitado por el miedo de perderme, de toparme con otro imprevisto. No, mi llegada no era de las más triunfales. Para colmo estaba resfriada, un resfrío de esos tontos. Me había enfermado por pasar todo el día anterior al sol y sin sombrero. Los oidos me zumbaban y sentía la cabeza tan grande como una calabaza. Me acomodé la mochila en la espalda, tomé una respiración profunda, y dí el primer paso hacia la salida.
Sólo me empezé a relajar una vez dentro del remis, una vez pasado el momento intenso de cruzar las puertas automáticas. «Taxi, taxi «. Mucha gente – demasiada gente – solicitándome. Elegí unas azafatas vestidas de azul marino, con los labios pintados de rojo y que me observaban con insistencia. Seguía todavía en alerta cuando el chofer tomó mi mochila para meterla en el baúl de la Kangoo. Sonreí internamente al ver el coche, que era el mismo que usaban mis padres para ir a trabajar en el viñedo. En Francia, éste es el auto del campo por excelencia, y me resultaba gracioso hacer mi primera entrada en la capital argentina con este vehículo tan … rural. El equipaje estaba guardado, el remisero instalado al volante, y recién ahí, con los dedos en la manija de la puerta trasera, hice una pausa para mirar a mi alrededor, tomar el pulso de esta nueva ciudad. Esta idea era un poco ridícula: de noche, en el aeropuerto, qué podía ver? Pero necesité detenerme un instante y repetirme «Llegaste en Buenos Aires, ya está «. No había planeado este viaje con mucha antelación, no había tenido tiempo de soñarlo. Buenos Aires fue un destino que surgió en el último momento. Tantas veces la imaginé desde Europa, siempre me había parecido inaccesible.
Fantaseaba con unos rascacielos gigantes, calles anchas y avenidas interminables. Sin embargo, llegamos a un barrio tranquilo de calles adoquinadas.
» Primera vez en Argentina? «
La conversación con el chofer se hizo extraordinariamente fluida. Llevaba un mes intentando hablar portugués en Brasil, pero sólo lograba expresarme en portuñol. Me comunicaba mucho mejor en castellano: viví varios años en España. Sólo notaba una tonada diferente, otra pronunciación de la » ll «. Sólo cambiaba eso. Ya no tenía que esforzarme más para entender. Podía saborear una nueva melodía. Una ola de calor pasó por mi cuerpo, podía hacerme entender, y esta idea me dejó mucho más tranquila. Me hundí más en el asiento y miré por la ventanilla, intentando rescatar cualquier elemento que me ayudara a percibir donde estaba, a adivinar la esencia de esa ciudad. De golpe parecía que los carteles publicitarios me hablaban a mí, directamente a mí. Todo se volvía claro, nítido, comprehensible. La señalización, los nombres de lugares » Lope de Vega, Retiro, Callao » ya me sonaban a conocido. Por lo demás, no sabía muy bien a donde iba. Las redes sociales para viajeros, me había puesto en contacto con Fran, un guitarrista, que convivía con otros músicos. Ellos me iban a alojar por Villa Urquiza.
Ya fantaseaba con unos rascacielos gigantes, calles anchas y avenidas interminables. Sin embargo, llegamos a un barrio tranquilo de calles adoquinadas. Nada de edificios enormes, sino muchos árboles en la vereda, casitas bajas con puertas de hierro forjado. El coche se detuvo en frente de uno de ellas. » Es acá, no? » me preguntó el remisero. No tenia ni idea. En una casa? Me parecía muy poco probable. Ahora volvía la duda, la inquietud y el temblor en la garganta. Y ¿ si me había equivocado de dirección ? Chequeé una vez más el número y el nombre de la calle, pero parecía que no había error. Bajé, cargando la mochila en un solo hombro porque estaba segura de tener que hacer marcha atrás. Le pedí al chofer que esperara a que me abrieran.
» Hola!! Aoudé? Oud? vos sos la francesa? » La chica que me recibió tenía una sonrisa contagiosa. Se presentó: Luján. Su nombre sonaba tan raro para mí como el mío para ella. Fran no estaba todavía, estaba jugando al futbol con sus amigos. Abrí grande los ojos: ¡ era casí la una de la mañana ! Luján se rió mientras me hacía pasar por la casa.
» Y sí, todo muy cliché, pero así son los argentinos, locos por el fútbol.»
Me quise réir también pero en lugar de una carcajada, me saltó un ataque de tos que no pude parar.
«Uy te resfríaste? A ver lo que tenemos «
Pasamos por un patio para llegar a la cocina. Varias de las habitaciones daba a este espacio, y había que cruzarlo también para aceder al living. Esta casa me resultaba muy rara y a la vez llena de encanto. Lujan abría la alacena, yo me instalé en un rincón de la mesa.
» No tengo nada de gengimbre. A ver que te puedo ofrecer…»
Me sentía bien acá, en seguridad, con la mirada amorosa de esta chica que ni conocía pero que ya me quería cuidar.
Cuatro años después, sigo todavía acá, y vivo a unas 20 cuadras de donde todo empezó.
«Tengo boldo, es más para digestión ¿ pero te va? «
No sabía lo que era.
» ¿ No conocés? Ah qué raro, che! Es muy común acá…»
Miré la descripción en la caja que me enseñó. No se parecía a nada que conociera.
-No, no existe el boldo por mis latitudes concluí, mientras notaba que el logo del saquito era un burrito risueño.
Cuando llegó Fran unos minutos después, tenía la nariz metida en la taza de té, descubriendo por primera vez el aroma tan característico de esta planta. Nos quedamos charlando los tres sin parar hasta las 4 de la mañana. La estadía en Argentina se anuncia bajo los mejores auspicios pensé. Y no sabía cuánto tenía razón. Cuatro años después, sigo todavía acá, y vivo a unas 20 cuadras de donde todo empezó.
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