Diciembre de 2014
Ya faltan pocos días para la Navidad. Hoy mi amiga Stefi me lleva a dar una vuelta por el shopping. Nosotras paseamos a ritmo relajado pero se nota cierta efervescencia. La gente camina apurada con las manos colmadas de bolsas y paquetes, los niños tiran de la mano a los padres, ansiosos por ver al Papá Noël que reparte abrazos en la otra punta del pasillo. Al mismo tiempo, flota otra cosa en el aire, cierta ligereza, y un toque de despreocupación que no suelo relacionar con las fiestas navideñas. No sólo es fin de año, también es verano, y se aproximan las vacaciones. Sin embargo, el Papá Noël no está recibiendo a los niños en ojotas debajo de una sombrilla multicolor. El Papa Noël está emponchado en rojo y blanco, con un gorro hasta las cejas, al lado de un enorme muñeco de nieve que nos desea felices fiestas. En las vidrieras, conviven sin ningún problema los renos, los copitos de nieve y las musculosas.
El Papa Noël está emponchado en rojo y blanco, con un gorro hasta las cejas, al lado de un enorme muñeco de nieve que nos desea felices fiestas.
Los argentinos de mi entorno parecen haber naturalizado estas contradicciones. Cuando les cuento mi sorpresa, todos parecen desconcertados por mi comentario. Ellos tienen claro que la iconografia navideña es importada, hija del hemisferio norte, de los Estados Unidos, y de Coca Cola. Pero yo recién tomo consciencia de ello, y por primera vez en mi vida, me doy cuenta son productos globalizados.
Diciembre de 2015
Como todos los días, cruzo la avenida Corrientes para ir a trabajar. Se acerca el fin de año y paseando por las grandes arterias porteñas siento que algo falta para sentirme plenamente en el período navideño. No es sólo por el calor del verano: es algo más. Mientras giro la cabeza para admirar el obelisco entiendo lo que me extraña: no hay luces. Quiero decir, no hay luces navideñas que decoran las calles, las fachadas y los edificios oficiales. Crecí en Francia en un pueblo que, por muy pequeño que fuera, adorna sus calles con guirnaldas luminosas y de colores. Algunos años, en nuestra calle, nos tocó una enorme estrella fugaz, colgada frente a la ventana de la habitación de mis padres. A la noche, cuando se iban a dormir, les envolvía la «magia de Navidad» y así pasaron casí dos meses sin poder pegar ojo por el parpadeo ininterrumpido de la maldita decoración.
Aquel año celebré por primera vez Nochebuena en un departamento en plena Capital Federal y cuestioné seriamente lo de la paz y la armonía cuando, llegando la medianoche, el vecino del cuarto piso empezó a tirar cohetes desde su balcón.
Vuelvo a mirar el obelisco sobrio y desnudo. Concluyo que si bien las calles no son tan alegres, al final en pleno verano tener más luz no tiene mucho sentido y en la gran ciudad viene bien estar menos solicitado visualmente. Hasta tiene algo de relajante. Trae paz y armonía, y eso, como todos saben, son las características destacadas de la Navidad. Aquel año celebré por primera vez Nochebuena en un departamento en plena Capital Federal y cuestioné seriamente lo de la calma y la armonía cuando, llegando la medianoche, el vecino del cuarto piso empezó a tirar cohetes desde su balcón. Durante 30 minutos seguidos, los fuegos artificiales lanzados por los propios habitantes no pararon de iluminar el cielo de miles colores titilantes, compensando ampliamente la falta de luces por las calles de la ciudad. A eso se añadieron los petardos que sin el beneficio de la estética al menos tuvieron el mérito de hacerme sobresaltar a cada rato y de transformar la noche de paz y amor en un tiroteo en medio de un campo de batalla (abajo les dejé un video)
Diciembre 2017
Todo empezó cuando extrañé las ostras, las ostras de todas las mesas navideñas francesas; sigó cuando soñaba con el infaltable foie-gras, un delicioso paté de oca y con el salmon ahumado. Luego eché de menos la bûche, el postre tradicional con su relleno de crème de marrons (un dulce hecho a base de castañas). En lugar de eso me encontraba con enormes platos de vitel toné, bandejas de pionono, fuentes llenas de ensaladilla rusa. Sería por una cuestión de gusto y de sabores nuevos, imagino. Pero hasta el matambre de mi suegra, que suelo devorar, me sabía a poco.
Aquella vez, en mi cuarta Navidad porteña, admiraba la cocina repleta de comida y la procesión incesante de los invitados llevaban, en remera y chancletas, un montón de platos diferentes hasta el comedor. Y entendí. Me quedó clarísimo. Lo que faltaba no era el frío del invierno, no eran las luces de las calles, ni siquiera el sabor salado de las ostras. Era mucho más profundo. Era toda una actitud: la exquisitez. Todo cobró sentido. En Argentina la lógica es la cantidad y cuánto más abundante y variada más exitosa es la cena. En Francia, la Navidad es un paréntesis, se degustan manjares que nunca más se comen el resto del año y una se viste acorde a esta ocasión especial.
Recuerdo mi madre, que nunca se maquilla, ajustándose el labial rojo en el espejo, mi tía absolutamente producida ponerse un delantal mugriento para finalizar los últimos preparativos, o mi padre en camisa escondiendo la corbata debajo un repasador para cortar el pavo y evitar salpicaduras. La mesa se suele cubrir del mantel blanco bordado de la bisabuela, con sus correspondientes servilletas tamaño XL. Se pone el servicio de porcelana de la boda de los abuelos y hasta algún que otro accesorio inútil en tiempos ordinarios, como los porta cuchillos para no manchar el mantel inmaculado. Esta mesa exhibiendo el glorioso pasado de los ancestros suele estar hermeticamente cerrada al círculo familial. Cuando se invita un novio sirve de compromiso oficial, y si se le ofrece cortar el pavo en mi familia materna es señal de integración suprema.
En Francia esta mesa exhibiendo el glorioso pasado de los ancestros suele estar hermeticamente cerrada al círculo familial. En cambio en Argentina, todos tienen aceso a la mesa navideña.
En cambio en Argentina, todos tienen aceso a la mesa navideña. Se pueden juntar familia y amigos. Si la vecina de arriba está sola con su hijo, se les hace un lugar. Tendrá también un regalito debajo del árbol. En ningún momento se le insinua que son menos legítimos que los demás. Hasta mis compañeros de trabajo, expatriados como yo, siempre fueron invitados por mis suegros al banquete de fin de año. Nunca que me sentí extranjera en Navidad. Los argentinos son también descendientes de forasteros que se exiliaron en tierras lejanas y conocen la importancia de la comunidad.
Facebook Comments