El Delta del Paraná está considerado como uno de los más grandes del mundo. Las islas del Delta están formadas por los sedimentos transportados por el Río Paraná. En Tigre, al norte de Buenos Aires, me fuí a pasar las vacaciones en una isla del Delta, un lugar único en el mundo a unos pocos kilómetros de la capital.
Se me está quemando el hombro izquierdo y me agarró un calambre en el cuello. Llevamos más de una hora de navegación y no puedo dejar de mirar por la ventana. Miro, miro y miro más. Estoy en la lancha colectiva, el «autobus» de acá. Estamos lejos de los recorridos turísticos. Nuestras mochilas están en el techo, junto a encomiendas y litros de agua potable para despachar. No es la primera vez que navigo por el Delta de Tigre, pero cada vez es la misma sensación. Es inevitable tener los ojos abiertos, los sentidos en alerta y querer verlo todo, registrarlo todo.
El agua – la protagonista – es marrón, con matices de cobre apagado. Me fijo como el barco la aparta, la revuelve cuando zarpa; como se emarañan en ella las raices profundas de los árboles alineados por la orilla de cada isla. Percibo fragmentos de la vida en el Delta: unos bidones vacíos esperando en las galerias, unos viejos botes amontonados en la planta baja. Y las casas. En cada isla. Las casas son de maderas, de cemento, de ladrillo, coloridas o sobrías, con escalera o sobre pilotes. Casas para vivir toda la vida o casas de fin de semana. Casas con nombres de tango – la yumba – o de sueños cumplidos – Mi sueño, Descanso ideal
En el Delta, la vida se organiza a otro ritmo. Y esto es lo que enamora, lo que captiva.
La chica rubia que estaba sentada en frente de mí se prepara ahora para bajar. Su marido la espera del otro lado. Ella lleva a su bebé en brazos. El barco se acerca al muelle, provocando olas profundas en el río tranquilo. La señora tambalea. La nena reconoce a su padre y agita piernas, entusiasmada. La señora tambalea más, desequilibrada por el peso de su hija. El empleado la ayuda con la mano. Lo último que veo mientras nos alejamos es la niña feliz reunida con su papá y el hombre sonriendo. Viven familias en las islas, todo el año, niños que van cada día en bote a la escuela. De hecho, vimos el establecimiento educativo un poco más atrás.
En el Delta, la vida se organiza a otro ritmo. Y esto es lo que enamora, lo que captiva. Me dejo ganar poquito a poco por el suave fluir del agua. Hace a penas dos horas todavía estaba metida en el ajetreo de la capital.
El río Carapachay nunca corre en el mismo sentido, subiendo y bajando a su antojo.
Me despido del ruido infernal del motor. Ya me bajé del barco y mientras voy caminando hasta la cabaña, juego a adivinar cuántos pájaros diferentes cantan a la vez. Cada día que pasa, me acostumbro más al silencio, a este silencio bullicioso de la isla. Tiene sus propios sonidos : los grillos, las aves, el viento. Me adentro en la vida isleña. Ya no me sobresalto cuando escucho la pava de monte y su extraño llamado. Trepan glicinias violetas a los pinos de la orilla y se enredan flores naranja al tronco de los limoneros. Me levanto temprano y miro los zorzales mientras desayuno en la galeria de la cabaña. Vienen a beber en un charco allá al fondo del predio, luego dejan el lugar a las torcazas. Un benteveo va de una orilla a otra, se posa en el sauce de en frente, y pega un grito, uno solo. Pasa con vuelo pausado y elegante una mariposa blanca, grande como la palma de mi mano. Pronto será el momento del picaflor, cerca de las flores trompeta de la enredadera. Me quedo a su espera, cada día. No me canso de observarlo.
El tiempo transcurre así: con mates compartidos de reposera a reposera, con pequeños rituales. Esperar a la lancha almacén dos veces por semana. Saltar al agua desde el muelle a la tarde. Untarme de repelente para mosquitos al atardecer. Y observar al río Carapachay, este río tan extraño que nunca corre en el mismo sentido, subiendo y bajando a su antojo. La isla parece tan pequeña, tan insignifante y sin embargo está conectada, directamente conectada con algo más grande. En ella, late la inmensidad del Río Paraná y sus 3000 kms América adentro, pero también el Atlántico y sus mareas, que influyen en el vaíven del Delta.
Una noche, casí la última, un viento fuerte me despierta. Hasta la mañana no deja de soplar la Sudestada. A lo largo del día, el río sube, apurado; al atardecer ya está desbordando. En menos de una hora, el paisaje cambia del todo. El agua empieza a colarse por todos lados, con una fuerza y determinación increibles. Primero por las zanjas, previstas para eso, luego todo por todo el jardín, debajo de los frutales, del quincho… Cuando me voy a dormir, alcanza el tercer escalón de la escalera de la cabaña. Al levantarme al día siguiente, abro la ventana y me doy cuenta que el río va en el sentido contrario, el agua se ha retirado. Los zorzales beben en los últimos charcos que quedaron. Todo está tranquilo. La inundación forma parte de la vida normal del Delta. Y cuando piso la lancha que me trae de vuelta, me llevo de recuerdo el barro de la isla en las zapatillas. La isla de los limoneros enredados de flor.
El agua empieza a colarse por todos lados, hasta llegar al tercer escalón de la escalera de la cabaña.
Fotos : A.Labadie
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